Un día yendo en metro presencié una escena que me hizo reflexionar… Entró al vagón una mujer con sus dos hijos, uno tendría unos 4 años y el otro no más de 7. El pequeño subió llorando y diciendo que “no le gustaba ir en metro”. La mujer se sentó a mi lado con los niños, sentó al pequeño en su regazo abrazándolo. El pequeño no se calmaba, sólo repetía “no me gusta ir en metro” y sollozaba y lloraba. El hermano intentaba calmarlo, diciéndole que no pasaba nada, que dejara de llorar, que ir en metro era chulo… y le preguntaba a su madre “¿por qué no deja de llorar, mamá?”. La mujer, que seguía tranquila, abrazando al pequeño, le dijo pacientemente que dejara que su hermano se calmara y luego le podría explicar lo que quisiera, pero que ahora necesitaba calmarse. “Ahora él no puede entenderte, déjale que primero se calme”. El niño entendió las palabras de su madre, que ésta acompañaba de caricias, y se quedó tranquilo. La mujer siguió abrazando con calma y acariciando al pequeño, hasta que éste poco a poco se fue calmando y cesando en su llanto. La madre no hizo nada más, y nada menos, que estar presente, en contacto con su hijo, tranquila, dejando que la emoción siguiera su curso hasta que cesó. Mantuvo también la calma cariñosamente con su otro hijo que quería sacar a su hermano de su estado emocional intentando convencerlo con sus explicaciones.
A mí me pareció una escena maravillosa y más allá de la presencia y la delicadeza de esta madre, me hizo reflexionar acerca de cómo nos tratamos cuando la emoción, sea la que sea, se apodera de nosotros y es sentida de manera intensa. La primera reacción suele ser intentar parar la emoción que está emergiendo, no mostrarla, negarla, intentar taparla, no sentirla, acallarla. Especialmente, claro, en emociones que nos son más difíciles de sostener, como la tristeza, el dolor o la rabia. Buscamos una fuente de distracción, una explicación, o aparece una voz que nos dice “no llores”, “ponte a hacer otra cosa”, etc. Como el hermano mayor del niño. Pero ante la activación e intensidad emocional lo que el sistema necesita es ser acogido, ser sentido, digerir el exceso de estímulos, calmarse, acoger y dejar que la emoción siga su curso, como hizo esa mamá, no recibir órdenes, explicaciones ni razonamientos. No es posible recibir desde un lugar de intensidad desbordada, primero es necesario aprender a sentir la emoción, dejarla que sea, y sostener ese estado sintiéndolo, dejándose atravesar, que no es lo mismo que aplacarlo o reprimirlo. Y para eso es necesario poderse acoger a uno mismo, a una misma, dejarse sentir en ese momento, aun cuando se apodere de nosotros un miedo terrible a perder el control emocional y explotar y no poder volver a calmarnos. Es todo un recorrido, el de no quedarse perdido en la emoción pero sin reprimirla, y a la vez ser capaz de sentirla en toda su intensidad y verdad. Todo lo que pide una emoción es ser acogida, sentida y liberada. A menudo, pensamos que estamos sintiendo intensamente cuando quizá estamos contándonos que estamos sintiendo intensamente, porque el miedo a sentir en realidad lo que está emergiendo es tan grande que no somos capaces aun de sostener la verdadera emoción y dejarnos atravesar por ella. No importa, es un aprendizaje, como cuando aprendiste a caminar. Un pasito detrás de otro y cada día un poquito más lejos, y con alguien acompañándote y llevándote de la mano. Y el primer paso es esa mujer del metro, que acogió con naturalidad a su hijo y calmó la voz inquieta del otro. Esa es la presencia y el acogimiento necesarios con uno mismo para que la emoción pueda ser sin perdernos en ella ni decirle que tendría que acallarse o que está mal que aparezca. Ése es el verdadero sostén emocional.
Y tú, ¿cómo te tratas cuando emerge la emoción? Le ordenas que se calle, la reprimes, o permaneces acogiéndola y dejándote sentir