Muchas veces, al pensar en intensidad emocional, nos imaginamos abriendo un grifo que nunca vamos a poder cerrar y ahogándonos en esa inundación. Por muy buenos motivos, porque en ocasiones hemos experimentado la fuerza y magnitud de nuestras emociones y hemos entrado en pánico al no poderlas sostener. Es por eso que o evitamos sentirlas, nos distremos, las reprimimos, o las desviamos hacia otra emoción más conocida y tolerable para nosotros, que aun siendo intensa, no es la auténtica en ese momento.
Creemos, porque siempre nos han hablado así, que dejarse llevar por las emociones es de débiles, de flojos, de ser poco adultos y maduros. Y nos peleamos con la intensidad, y hacemos de todo para no sentir, o para sentir tanto, o creer que sentimos tanto, que en realidad no conectamos con lo que está siendo en ese momento, sino con algo que desvíe la atención y nos calme. Luchamos contra esa ola de emoción que sentimos que va a salir a la superficie en cualquier momento y nos vas a arrastrar.
Pero ¿y si te dijera que en esa ola está la clave para ver realmente lo que hay debajo de la superficie? Que la ola es sólo la manera que tiene tu océano emocional de llamarte la atención a que bucees? “Ya, pero es que la ola me da miedo…” Comprendo muy bien ese miedo al que te refieres, ese pánico a quedarte sobrepasada y tumbada en el suelo, sin poder sostenerte… Pero es sólo acercándote pasito a pasito a esa ola que podrás empezar a sostener toda esa sensibilidad y riqueza emocional que sientes tan abrumadora que te tumba. Si cambiamos el prisma y empezamos a ver el desbordamiento emocional y la intensidad como el síntoma y no como la causa o el problema, todo toma una nueva dimensión. Esa intensidad y miedo que sientes a verte desbordada es en realidad la oportunidad para ver lo que eso está trayendo de ti a la superficie. Y es sólo desde la superficie, desde poderlo ver y mirar que podemos empezar a sostener. Lo que está en las profundidades, todo aquello que no es consciente, no es accesible, no puede ser mirado y mucho menos acogido y sostenido. Es necesario sacarlo a flote, y es ahí donde eso con lo que tanto nos peleamos, la intensidad, nos echa una mano. Sí, de manera que nos puede resultar incómoda y hasta desagradable, pero es en realidad una ayuda, una lucecita que indica que algo dentro de nosotros está queriendo ser atendido, mirado, sostenido. Y grita con fuerza.
Mientras sigamos peleándonos con el susto y la sensación de no poder, no es posible dejar que esa ola nos atraviese y se diluya en la orilla. Piénsalo: las olas están en movimiento, rompen con fuerza en la orilla y se diluyen. Si construyes un muro, un rompeolas, para que las olas se queden allí y batan con toda su intensidad, te estarás protegiendo, pero nunca llegará a la orilla aquello que en realidad arrastran las olas desde las profundidades y que una vez llega a la orilla, se calma y se diluye. Puedes construir muros, defensas, luchar contra las olas, es una opción. Donde cada vez que emerja la intensidad y la sensación de desbordamiento te emplees a fondo en negarlo, pararlo, luchar contra él, con el inmenso desgaste de energía que supone enfrentarse a ello. O puedes empezar a abrir un pequeño agujerito en el rompeolas que deje pasar parte de esa emoción y ver qué sucede si te atraviesa y llega a la orilla, y qué tesoros del fondo del mar trae a flote para ti. Quizá descubras que igual que nace con intensidad, esa ola de emoción puede atravesarte sin tumbarte y diluirse, dejándote además una sensación de suavidad y calma que ahora ni piensas que es posible. Esa ola traerá además regalos del fondo del mar, y es ahí donde puedes empezar a mirarte, a atenderte, a sostener las emociones que emergen de lo más profundo de tus océanos.